martes, diciembre 02, 2014

Desapariciones: Para matar la esperanza _ Escribe: Ramón Vera Herrera / OJARASCA






Desaparecer es ingresar al limbo construido por el poder. Ni muerto, ni vivo. Y no por accidente o “confusión”, las desapariciones constituyen una estrategia creada por los nazis y que sigue reproduciéndose como un medio funcional para encubrir la represión de los estados que fungen de democráticos. 

Desde México, sacudido por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, nos llega este revelador artículo publicado por el suplemento OJARASCA, del diario LA JORNADA. Hay que leerlo. para superar la falsa impresión de que las desapariciones son únicamente  anécdotas trágicas y poder penetrar en el núcleo amoral del poder. (Jesús Hubert)


Desaparecer

Ramón Vera Herrera

“La Peste no está hecha a la medida del ser humano, por lo tanto el ser humano se dice a sí mismo que la Peste es irreal, un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño es el ser humano el que se desvanece... ¿Cómo poder pensar en la Peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? El ser humano se creía libre y nadie será libre mientras haya Peste”. 
Albert Camus, La Peste


Hace unos años que el Estado contemporáneo juega a que desapareció, refuncionalizado como una despiadada pero eficiente maquinaria productivo-industrial, financiera, “de servicios y entretenimiento”, corporativa en esencia, aunque siga detentando aparatos militares y policiacos omnipresentes.

Lo real es que el Estado se fragmentó y se va imbricando —fluido y cambiante— con las estructuras de las corporaciones que lo cubren y le ordenan. De cuando en cuando aparece ahí, agazapado, cumpliendo la función central de administrarle facilidades a las corporaciones y controlar a la población, lo que abre dos modos monstruosamente interconectados: el enorme aparato burocrático con su enmarañamiento jurídico-legal, de papeleo, de historial, fiscalización, registro identitario, normas, estándares y políticas públicas que (como hemos insistido) abre margen de maniobra a las corporaciones y obstruye la justicia a la población, más un enorme aparato represivo de policía, ejército, gendarmería y fuerzas especiales que el Estado pone a disposición de todo (o parte) de su entramado.

En México y Centroamérica se juega hoy un experimento donde la condición de guerra es necesaria para la “estabilidad” (como en 1984 de Orwell). Es tal la imbricación, la interconexión entre tantos intereses contrapunteados, que la imagen de Estado frente a “grandes corporaciones” no alcanza a abarcar la “viralidad”, el entrecruzamiento de minúsculos, medianos y grandes grupos de negocios con las estructuras institucionales, visibles, gubernamentales y corporativas. El resultado es una fragmentación brutal de todas las relaciones, de la población y de las instituciones, una pugna angustiosa por mantener los márgenes de ganancia y una ineficiencia desigual de los mecanismos corporativos para seguirlo logrando. El panorama se extrema a niveles realmente enfermos: una voracidad que atropella y devasta con tal de lograr el despojo de lo que todavía queda. Para lograrlo, el dominio se cifra en instaurar una condición permanente de indefensión, confusión y fragmentación: un verdadero caos programado cuya planificación se la van peleando los bandos de un totalitarismo fragmentario y hasta feudal.

La delincuencia organizada crece y se hace visible, fomentada por la violencia institucional. En tanto se reproduce, los medios nos la muestran como separada de las estructuras corporativo-estatales, cuando empresa y gobierno están sumamente interpenetradas. Su sino es la corrupción.

Hoy es más cierta que nunca la frase de don Alfredo Osuna, del consejo de ancianos de la tribu yoreme de Cohuirimpo, en Sonora, cuando dijo que “el gobierno es la fase superior del crimen organizado”.

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